Una mirada humana, indignada y preocupada sobre una crisis que puede arrastrarnos a todos.
Cada día que pasa, el mundo se hunde un poco más en una tensión que nos recuerda cuán frágil es la paz. El conflicto en Medio Oriente ya no es una amenaza lejana: es una realidad global que puede tocarnos a todos, incluso desde una pequeña isla como la nuestra, la República Dominicana.
Ver cómo potencias como Estados Unidos e Irán se aproximan peligrosamente a un enfrentamiento directo, mientras Israel y Palestina se consumen en una guerra interminable de muerte, desplazamiento y odio, es sencillamente insoportable. No como noticia, sino como experiencia humana.
Las guerras no estallan de la noche a la mañana. Se cocinan con indiferencia, discursos políticos sin alma, intereses económicos, fanatismo religioso y egos heridos. Y lo que más me indigna es la frialdad con la que los líderes globales, desde sus escritorios blindados, juegan al ajedrez con vidas humanas.
Como médico, me duele imaginar los hospitales de Gaza sin insumos, los niños enterrados bajo escombros, los cuerpos mutilados, las madres gritando de dolor. Me duele la ansiedad colectiva de los iraníes, el miedo de los israelíes que no están de acuerdo con sus gobernantes, la desesperanza de los palestinos atrapados en un sistema que les niega humanidad.
Y más allá del dolor inmediato, hay consecuencias que el mundo no está discutiendo lo suficiente:
- Un conflicto directo entre Irán y EE.UU. paralizaría mercados globales, incluyendo el petróleo. Esto afectaría directamente la economía de países como el nuestro, donde el alza del combustible dispara todos los precios.
- La radicalización de grupos extremistas se alimenta de estas guerras, lo que significa más terrorismo, más refugiados, más miedo.
- La salud mental global se deteriora frente a tanta violencia y desinformación, y en República Dominicana ya sufrimos altos niveles de ansiedad y depresión no tratados.
Como dominicana, me preocupa la fragilidad de nuestras instituciones ante un mundo que podría empujarnos a nuevas crisis económicas, migratorias y sanitarias.
Como médico, me duele saber que hay países donde la vida no vale nada, donde un niño con fiebre no verá nunca a un pediatra porque lo mató una bomba.
Y como ciudadana global, estoy cansada de ver cómo se normaliza la barbarie.