El abuso de poder normalizado dentro de los hospitales compromete no solo la salud mental de los residentes, sino también la calidad del sistema de salud.
La residencia médica ha sido históricamente descrita como una etapa de sacrificio, aprendizaje intensivo y entrega total. Pero, con demasiada frecuencia, ese sacrificio se convierte en sufrimiento, y ese aprendizaje en abuso sistemático.
Jornadas de más de 36 horas sin descanso, falta de supervisión real, gritos, humillaciones públicas, tareas no clínicas, acoso laboral o incluso sexual… Estas experiencias no son la excepción, son parte de una cultura institucionalizada del “yo pasé por eso, ahora te toca a ti”.
El abuso de poder por parte de algunos médicos especialistas hacia los residentes es un problema tan silenciado como frecuente. En vez de mentores, muchos se convierten en verdugos. Esta jerarquía tóxica se alimenta del miedo, el silencio y la normalización del maltrato, perpetuando un ciclo de violencia que se hereda entre generaciones médicas.
Las consecuencias no son solo personales: hay residentes con ansiedad, depresión, burnout, y otros que abandonan su vocación. También afecta a los pacientes, pues un médico extenuado, temeroso y sin apoyo emocional tiene más probabilidades de cometer errores.
Desde un enfoque ético, la medicina no puede seguir reproduciendo esta estructura de castigo como mecanismo de formación. No se puede exigir humanidad a quienes no la reciben. La docencia médica debe basarse en el respeto, la empatía y la salud integral de sus futuros especialistas.
Es urgente revisar los programas de residencia, establecer protocolos claros de denuncia, y garantizar supervisión externa real. Necesitamos líderes médicos que inspiren, no que intimiden.