Dr. Isaías Ramos
Esta semana acudí al Congreso Nacional para participar en la vista pública organizada por la comisión de diputados que estudia el Proyecto de Ley sobre las Candidaturas Independientes y el cumplimiento de la sentencia TC/0788/24 del Tribunal Constitucional.
Desde que crucé la puerta del recinto, me encontré con un espacio pulcro, ordenado y funcional. El personal de protocolo —al que reconozco y felicito públicamente— mostró una actitud de servicio que, francamente, desarma al más escéptico. En mi caso particular, atravesaba el pico de un fuerte proceso gripal: congestión, debilidad general, ojos llorosos, flemas que apenas me dejaban respirar. Como agravante, había olvidado mi mascarilla. Pero bastó que el personal notara mi condición para que, sin preguntar demasiado, se activaran con diligencia ejemplar: en minutos ya tenía una mascarilla, permitiéndome entrar al salón sin poner en riesgo a los demás.
Esa experiencia, en medio del malestar físico, me dejó una inquietud más punzante que el propio virus: ¿por qué, si aquí —en este edificio público— sí se puede hacer todo con orden, humanidad y eficiencia… afuera, en el país, todo parece caerse a pedazos?
No, no es por ignorancia. No es por falta de capacidad. Tampoco es por escasez de recursos o carencia de formación técnica. Es simplemente que no quieren.
No quieren hacer lo correcto. No quieren hacer lo justo. No quieren servir.
Y eso —esa decisión consciente de no hacer el bien pudiendo hacerlo— es la forma más cruel y cobarde de violencia institucional.
Vaya usted a una emergencia de hospital público con un niño febril en brazos: la espera puede ser interminable. Horas enteras de angustia, sin garantía de atención, sin médicos suficientes, sin insumos, sin sillas… sin humanidad.
Pero en los pasillos del Congreso, hasta una mascarilla aparece con la misma rapidez con que se desaparecen los fondos públicos en una licitación amañada.
Visite una escuela pública y compare esa realidad con los salones donde se redactan leyes que luego nunca se cumplen: aulas sin baños, pizarras sin marcadores, niños sin desayuno.
Y no, no es por ignorancia de las autoridades: es que simplemente no les importa.
Como funcionarios públicos, sí saben cómo deben funcionar las cosas —porque para ellos sí funcionan—, pero deciden ignorar ese mismo estándar cuando se trata del pueblo.
Y si usted recorre los barrios del país, no se encontrará solo con abandono: encontrará miedo.
Miedo a salir de noche, miedo a que su hijo no regrese, miedo a perderlo todo en un atraco.
La inseguridad no es fruto de la casualidad ni del azar. No es por falta de estrategia: es por falta de voluntad política.
Porque donde hay voluntad, hay patrullaje real, hay inversión social, hay prevención del delito y oportunidades para los jóvenes.
Pero donde hay desprecio, hay abandono, impunidad y desesperanza.
Y si hablamos de servicios básicos, el retrato es igual de indignante:
el agua nunca llega, el sistema cloacal no existe, y el sistema eléctrico —además de ineficiente e insostenible— nos desangra.
Solo en los primeros cuatro meses del año, más de 30 mil millones de pesos fueron tragados por un sistema que no alivia la pobreza, sino que la perpetúa.
Un sector voraz ha convertido ese fracaso en negocio, en modelo de saqueo del presupuesto nacional… que perpetúa la miseria y endeuda a los que aún no han nacido.
Nos quieren hacer creer que el problema es por falta de recursos…
Mentira.
Es carencia de conciencia social. Lo que pasa allá afuera no es por falta de capacidad: es por desprecio a la vida de los demás.
Por eso, cuando un ciudadano muere por falta de atención médica,
cuando una madre llora en silencio porque su hijo no aprende, no avanza, no sueña,
porque la escuela que debería abrirle puertas le cierra el futuro con abandono y mediocridad…
cuando una comunidad entera sobrevive sin agua potable, sin seguridad, sin esperanza…
eso no es accidente.
Es resultado.
Resultado de una decisión consciente: no hacer lo bueno pudiendo hacerlo.
Hoy me recupero de una simple gripe. Pero este país necesita mucho más que reposo y medicina: necesita decencia.
Y esa, lamentablemente, no se compra en farmacia ni se reparte en mascarillas.
¿Qué país vamos a dejarles a nuestros hijos si normalizamos este abandono como si fuera destino?
Desde el Frente Cívico y Social hacemos un llamado firme y urgente al pueblo dominicano:
no aceptemos más la excusa de que “no se puede”.
Sí se puede —y ellos lo saben—, pero simplemente no quieren.
La dignidad, la justicia, la salud, la educación, la seguridad y el respeto al ciudadano no son favores: son derechos constitucionales.
No podemos seguir tolerando que lo que es posible para una élite en oficinas climatizadas sea negado diariamente al pueblo que trabaja, que enferma, que lucha y que espera.
Es hora de despertar, de exigir, de organizarnos y de reclamar un país donde la eficiencia no sea privilegio de los salones del poder, sino el estándar en cada barrio, campo, colina y orilla.
Nosotros no estamos aquí para pedir permiso.
Estamos aquí para hacer valer la Constitución, empoderar a los ciudadanos y abrir paso a una nueva forma de hacer patria: con orden, justicia y dignidad para todos.
El cambio comienza con la verdad, y la verdad es esta:
sí saben cómo hacerlo bien… simplemente no quieren.
Desde el FCS confiamos en el empoderamiento del pueblo a través de las candidaturas independientes como vía para romper este círculo vicioso de opresión y miseria.
¡Despierta, RD!